LA ISLA DEL RELOJ DE ARENA

Nunca antes habíamos estado en dicha isla, pero cualquiera tiene reservado un lugar en su costa con la condición de renunciar a la vida en tierra firme.
Se dice que permanecer en ella, aunque solo sea el breve instante en que se tarda en recoger un puñado de arena, hace envejecer al visitante, de tal manera que un solo día de estancia equivale a una permanencia de veinte años.

Las olas iban borrando nuestras huellas a cada paso por la orilla. Mi Okapi caminaba cabizbajo y pensativo; yo iba escudriñando el horizonte, al encuentro del embarcadero. Seguimos la línea de costa hasta que surgió el acantilado, recortándose sobre un cielo arañado por el vuelo de las gaviotas.
Erguido sobre una roca y aferrado a su caña de pescar, reconocimos la inconfundible figura de Cide Baba, el Viejo, distinguido con este epíteto entre sus vecinos por su convivencia en la aldea con otros paisanos que también llevan este ilustre nombre, siendo desde siempre Cide Baba, el Viejo, el más viejo de todos.
Incluso hay quien afirma que tiene más de cien años como signo indiscutible de su inmortalidad.

A lo largo de su larga vida había ejercido diversos y variopintos oficios: había sido armador de barcos en botellas de cristal, funambulista y domador de focas, el mejor constructor de relojes de arena (contaba los granos para una mayor precisión del tiempo), sabio y vagabundo (ambas ocupaciones desempeñadas a la vez), inventor, buzo y pirata.

Pero sobre todo, Cide Baba, el Viejo, era pescador.
Cuaderno del Okapi. © Fernando Rosado

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